En las salidas al monte en busca de setas no olvides la cesta de mimbre

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Mucha gente piensa en las cestas de mimbre para setas como un simple accesorio para quienes salen a buscar níscalos o boletus. Pero, curiosamente, quienes pasan más tiempo en el monte saben que estas cestas acaban teniendo un uso mucho más amplio del que imaginaban al principio. No es que uno vaya a descubrir un mundo nuevo solo por llevar una cesta, pero la verdad es que cambia la manera en que caminas, miras el suelo y organizas lo que encuentras. Tiene algo de ritual, como cuando te preparas para una pequeña tarea que te conecta con el entorno sin que tenga que convertirse en una aventura épica. Simplemente sales, caminas, observas, y esa cesta te acompaña como si fuera una extensión natural de tu mano. Quizá porque es ligera, o porque está tejida de un material que no suena a plástico ni a metal, o porque huele a campo aunque lleve semanas guardada en casa. El caso es que te mete en un ritmo distinto, uno más cercano a la tierra y a lo que pasa a ras de suelo.

Cómo una cesta cambia la forma de recorrer un sendero

Cuando sales al monte sin nada en las manos, sueles avanzar más rápido de lo que crees. Caminas por caminar, aceleras sin darte cuenta, miras de reojo lo que destaca y sigues. En cambio, cuando llevas cestas de mimbre, el paso se vuelve más lento y atento. La estructura abierta de la cesta, por algún motivo, te invita a fijarte en detalles que normalmente ignoras: pequeños brotes, zonas húmedas donde quizá la vegetación cambia de golpe, sendas estrechas que no aparecen en los mapas, e incluso marcas de animales que no habrías identificado de otra manera. No significa que te conviertas en rastreador profesional, solo que tu mirada se acomoda a otra velocidad. Y esa velocidad te permite notar cambios en el terreno que antes te habrían pasado desapercibidos.

Esta especie de “educación de la vista” llega sin que te lo propongas. Empieza la primera vez que ves algo que parece interesante y te detienes para meterlo en la cesta, aunque no sea un hongo ni nada que te vayas a llevar a casa. A veces son hojas secas con formas curiosas, piedras con vetas llamativas o ramitas que te sirven para explicar a un niño cómo distinguir una especie de árbol de otra. Lo gracioso es que ese gesto de guardar algo hace que te fijes más la próxima vez. Y así, sin darte cuenta, vas construyendo una relación más cercana con el monte.

El efecto psicológico de cargar con un objeto natural

Hay algo curioso en llevar un objeto hecho a mano, tejido con fibras que alguna vez fueron parte de una planta. No es romanticismo barato. Simplemente da una sensación diferente respecto a otros utensilios. Las cestas de mimbre para setas, con su forma redondeada y la textura entre flexible y firme, parecen diseñadas para ser útiles sin llamar la atención. Nunca te obligan a sujetarlas con tensión, nunca se sienten frías, y no rebotan como los recipientes de materiales sintéticos. Puedes colgarla del antebrazo y seguir avanzando sin que te moleste. Esa comodidad te acompaña durante toda la ruta y hace que estés más dispuesto a parar cuando algo llama tu atención, porque detenerte no interrumpe nada, solo suaviza tu avance.

Además, estas cestas soportan bien las irregularidades del camino. No transmiten vibraciones fuertes a la mano ni te obligan a ajustar el agarre cada pocos pasos. Ese detalle tan simple reduce el cansancio, algo que agradeces cuando ya llevas un par de horas caminando. Es como si la propia cesta te dijera que no tengas prisa, que el monte se recorre con calma.

Una herramienta para aprender a leer el bosque sin proponértelo

En muchas salidas he visto que la gente que empieza a usar estas cestas termina interpretando detalles del entorno casi sin querer. El color de ciertas hojas les indica que la humedad ha cambiado, la textura del suelo bajo las botas les sugiere que quizá más adelante encontrarán una zona donde crecen especies que necesitan sombra, la presencia de pequeños insectos les da pistas sobre la salud del terreno. Todo esto puede sonar exagerado, pero cuando pasas varias horas en un sitio y vuelves varias veces a lo largo del año, acabas reconociendo patrones. Y la cesta, por simple que parezca, actúa como recordatorio físico de que estás ahí para mirar y tocar.

No es que uno necesite justificarse para llevar una cesta en una caminata, pero es curioso ver cómo algo tan modesto influye en la actitud. Incluso cuando no encuentras setas o nada especialmente llamativo, la salida no decepciona. El propio acto de cargar la cesta, detenerte de vez en cuando y mover lo que has recogido para que no se aplaste, crea una conexión mínima pero constante con el entorno.

Un objeto que forma parte de la memoria de quienes disfrutan del campo

A mucha gente le pasa que, cuando abre el armario y ve la cesta antes de una salida, siente un pequeño impulso de anticipación. No por lo que pueda encontrar, sino por lo que representa: tiempo al aire libre, pasos tranquilos, conversación pausada si vas acompañado o silencio agradable si decides ir solo. Esa mezcla convierte a las cestas de mimbre en algo más que un contenedor. Son una especie de señal de que vas a romper la rutina y dedicar unas horas a mirar el suelo con curiosidad infantil, que no viene mal en un mundo que empuja a vivir deprisa.